Paracuellos - La Desbandá

Paracuellos:


Sacerdote: Salí por la puerta rezando, ese día ni siquiera había podido ponerme la sotana, y deduje que jamás me la volvería a poner. Delante de mí un niño lloraba abrazado a su padre, me agaché para consolarlo y la culata de un fusil golpeó mi espalda. «¡Camina!». Me levanté dolorido y acaricié el pelo del pequeño al pasar por su lado. Oí el mismo grito dirigido al niño: «¡Camina!». Antes de que me diese la vuelta sonó un disparo seguido de un doloroso alarido. Miré al cielo llorando. Perdí la fe justo antes de morir.

Soldado: Miré al cura y vi cómo se agachaba para consolar al pequeño, le di con el fusil lo suficientemente fuerte como para que no se cayera al suelo, no quería perder más el tiempo. El padre siguió abrazando a su hijo, golpeé al niño, pero no se movió, esto nos iba a retrasar demasiado. Apunté con mi fusil a la cabeza del niño y disparé. Ya no quería escuchar más llantos. Vi cómo el cura miraba hacia arriba para rezar, poca piedad había tenido su Dios con mis hijos, hoy Dios era yo. Saqué mi arma de cinto para ir más rápido y disparé, primero al sacerdote y luego al padre de ese maldito niño. Una serie de disparos sonaron a mi alrededor. El camión volvería totalmente vacío, así consumiría menos gasolina.

Funcionario: Salí a la puerta cuando oí llegar el camión, aquel día nos tenían que traer a más de doscientos presos. Dos soldados bajaron de la cabina. «¿Han huido?». Ambos se miraron durante unos segundos, uno de ellos negó con la cabeza. Asentí y volví a entrar. Ni quería ni necesitaba saber lo que habían hecho.


Político: Me llegó una carta del funcionario explicándome lo que estaba pasando. No era posible, entré sin llamar al despacho del ministro, todos estaban reunidos. Me miraron de soslayo y luego dirigieron su vista a la carta, uno de ellos sonrió. «No se preocupe, Martínez. Puede irse». Salí con lágrimas en los ojos. Todos los hombres buenos habían muerto en esta maldita guerra.

La desbandá:


Niña: Mi abuela vino a buscarnos a la habitación, me miró a los ojos, señaló a mi hermana con un movimiento de cabeza y me susurró: «Viste a tu hermana, nos tenemos que ir». Miré a la pequeña de apenas cinco años, yo solo tenía doce, pero sabía perfectamente cómo teníamos que actuar. Mi padre ya me lo había advertido.

Abuela: Cogí lo imprescindible y esperé a las niñas en la cocina con el desayuno preparado. Nos quedaba una larga caminata. Bajaron las dos juntas, bebieron la leche y se levantaron agarrándose las manos. La mayor de mis nietas me miró: «No te preocupes, abuela, todo saldrá bien». Sonreí y asentí con la cabeza. Saldría bien, tenía la fortaleza de su padre.

Piloto: Miré hacia abajo. Allí estaban, toda esa maldita gente ocupando la carretera, igual que un cáncer ocupa cada una de las células del cuerpo. Eso es lo que eran, un cáncer que estaba asolando este país desde hacía décadas. Nosotros éramos la única cura.

Niña: Vi cómo mi hermana jugueteaba con mi abuela, corriendo a su alrededor a menos de treinta metros de mí. Yo le estaba diciendo a mi amiga Marta que mi abuela nunca había tenido tanta paciencia conmigo, ella se rio: «Es por la situación, ya está bastante preocupada por todo lo que está pasando como para tener que estar también regañando a una niña por estar corriendo alrededor de la gente». Las dos nos reímos, tenía razón. Lo único que importaba ahora era llegar a Almería. Todavía no sé cómo ni por qué me salvé. El destino, a veces, decide salvar a alguien con la única intención de torturarlo en los últimos momentos de su vida. Un rápido caza pasó sobre nuestras cabezas. Lo siguiente que vi fue a mi pequeña hermana saltando por los aires; mi abuela, simplemente, desapareció. Vi su desfigurado rostro mientras caía y me tiré, gritando, contra el asfalto; mientras la gente corría en todas las direcciones al tiempo que decenas de aviones seguían llegando y bombardeando cada centímetro del terreno. Fui una de las pocas supervivientes del bombardeo. Pero mi alma ya había muerto en ese asfalto.

Sargento: Entré para advertir al alto mando, alguien había dado una orden equivocada. Miles de civiles estaban muriendo en Andalucía. Todos me miraron a la vez, sobre la mesa tenían un mapa en el que estaba rodeada la carretera Málaga-Almería. Negué con la cabeza y salí con lágrimas en los ojos. Todos los hombres buenos habían muerto en esta maldita guerra.


Niña: Horas después, un soldado se agachó ante mí, me cogió por las axilas y me enderezó con un grito: «¡Levántate, niña!». Me enderecé despacio y lo miré a los ojos. No sabía en qué bando estaba, no sabía si me quería salvar o matar. Pero yo había tomado una decisión. Le cogí lentamente la mano y puse sobre su palma la anilla de la granada que él tenía colgada en su cinturón. Me miró a los ojos, acto seguido nos abrazamos con fuerza. Sentí que acababa de matar a un hombre bueno.

Estos relatos están incluidos en el libro "El mes más largo solo tiene 31 días" https://www.agulleiro.es


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