Impulsos
ELLOS: El fin del camino estaba
mucho más cerca de lo que habíamos imaginado. Intentamos dar pasos hacia atrás
para encontrar el verdadero significado de todo aquello, para volver a ese
cruce que nos había llevado a un punto sin retorno. Sabíamos que era demasiado
tarde, lo supimos desde que erramos nuestros pasos, desde que cometimos la
estupidez de creernos intocables, de algún modo, prácticamente inmortales. Me
tumbé en el suelo, me puse el porro en la boca y aspiré una calada tan honda
que pude notar cómo en mis pulmones no quedó ningún rastro de oxígeno durante
los cinco segundos que el humo permaneció en su interior. Después de eso,
simplemente, esperé a que las luces me alcanzaran. Había sido una noche tan
mágica que había terminado con el resto de mi vida.
—¿Valió la
pena? —pregunté a mi hermano mientras le pasaba el canuto. Dio una fuerte
calada antes de contestar.
—Durante una
hora hemos estado en el cielo. Creo que sí, valió la pena.
POLICÍA: Entramos en la casa
esperando encontrar a dos monstruos, pero allí no había ni rastro de ellos. Solamente
había dos críos tumbados en el suelo y un fuerte olor a hierba que inundaba
todo el antro. Miré a mi alrededor para ponerme en situación. Paredes de
ladrillo garabateadas, colchones y mantas tiradas sobre un mugriento suelo de
cemento que no había visto una escoba desde la Segunda Guerra Mundial, un bidón
metálico que servía de calefacción y otro de cubo de basura. Y, en el centro de
todo aquello, tumbados sobre una manta de lana de la que nadie habría podido
adivinar el color, esos dos estúpidos fumando porros. La cólera que sentía
hasta aquel momento fue disminuyendo hasta convertirse en pena. Eran los
típicos despojos humanos que saldrían en algún documental de callejeros. Solo
podía sentir lástima por ellos. Le puse una mano en el hombro al que parecía el
mayor de los hermanos y este me miró a los ojos: «¿El cielo nos envía otro
ángel?». Ese comentario fue suficiente para que, en un abrir y cerrar de ojos,
mi puño terminara reventando su nariz. Pude ver cómo su cabeza botaba contra el
suelo como si fuese un balón de reglamento. Cuando levanté el puño de nuevo,
uno de mis compañeros me agarró el brazo con fuerza: «¡No lo haga, teniente!
Solo Dios sabe lo que le habrá costado llegar hasta aquí para tirarlo todo por
la borda». Me serené y asentí con la cabeza, luego moví la mano para dar a mis
compañeros la orden de detención de los dos individuos. Justo cuando me di la
vuelta oí una voz dulce, tranquila, no podría decir si era la voz de mi
conciencia o la del más joven de los hermanos: «No veo diferencia entre lo que
acabas de hacer tú y lo que hemos hecho nosotros, hermosa doncella uniformada.
A los tres nos ha costado retener nuestros impulsos». Me di la vuelta despacio
y le acaricié la cara: «En el lugar al que vais también hay mucha gente a la
que le cuesta contener sus impulsos».
Comentarios
Publicar un comentario
Escribe aquí tu comentario: