Fuego


Pocas veces había visto algo tan horrible. Siete días, veinte muertos…, era más de lo que cualquiera podía soportar. La gente evacuada ya podía ver cómo las llamas se acercaban a su nueva ubicación. Con el pronóstico de viento y sequía de los próximos días…, lo más sensato sería enviarlos doscientos kilómetros hacia el este. Desde el helicóptero podía ver cómo el fuerte viento lanzaba grandes chispas por el aire lo que provocaba, a su vez, nuevos focos. En la rueda de prensa me preguntaron cuánto íbamos a tardar en estabilizar las llamas. Las llamas son fáciles de estabilizar. Nadie me enseñó a estabilizar el viento.
Me asomé a la barandilla del balcón jugueteando con mi mechero. Era tan hermoso… Cuando ordenaron desalojar el pueblo creí que nunca volvería a ver algo tan bonito. Las llamas parecían abrazar los árboles para luego hacerlos brillar como nunca lo harían jamás. Bailaban con el viento como si estuviesen en un precioso concierto de una sala de ópera. Inconscientemente, saqué un segundo mechero de mi bolsillo y comencé a presionarlos al ritmo de la Primavera de Vivaldi. Inspiré con fuerza por la nariz y noté como, a pesar de estar a kilómetros de distancia, se podía notar el olor de la madera quemada, como cuando uno se sienta frente a la chimenea. La sensación que noté en los pulmones aquella noche puede ser, con diferencia, la más hermosa que he notado jamás.

Desde la ventana del hotel se podía ver, a lo lejos, cómo las llamas se aproximaban al pueblo. Comencé a preparar las maletas, me daba igual lo que nos dijeran. Ya había perdido a mi marido en el incendio y tenía muy claro que no me iba a arriesgar a perder a mi hijo. Caí llorando de rodillas en la habitación. Mi pobre hijo, siempre idolatrando a su padre, contando a todo el mundo cómo se introducía en las llamas para luchar contra el fuego. Recuerdo que de pequeño me preguntó quién ayudaría a su padre si el fuego se hacía demasiado grande. Hoy la respuesta era evidente. Nadie. Nadie puede salvar a un bombero cuando el enemigo lo tiene acorralado. Lloré con más fuerza todavía. Mi hijo ya era un adolescente, pero seguía amando y admirando a su padre como el primer día. Me levanté con las piernas temblorosas y salí al balcón de la habitación para intentar coger aire. Vi a mi pequeño y lo abracé llorando. Él no se movió. Era tan fuerte como su padre. Me quedé abrazándolo en silencio y pude escuchar con toda claridad la Primavera de Vivaldi.

Este relato está incluido en el libro "El mes más largo solo tiene 31 días" https://www.agulleiro.es


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