Padre e hijo



Cierro los ojos y lo veo. Aún hoy, veinte años después, sigo viendo la mirada de mi padre totalmente fuera de sí mientras se sacaba el cinturón con actitud amenazante. Nunca llegó a utilizarlo, pero el hecho de que el cuero no tocase mi carne lo hacía más duro todavía. Durante toda mi infancia he tenido un miedo horrible. Miedo a lo que sentiría mi piel al entrar en contacto con el cuero. Miedo a que, una vez que lo utilizara, decidiese que era un buen método de enseñanza. Miedo a lo que utilizaría después… Pero ese día nunca llegó. Jamás sabré si se debió a lo que le dije aquel día o si nunca había tenido intención de utilizarlo, pero la cuestión es que viví toda mi infancia asustado por nada. Aquella mañana marcó para siempre el resto de mi vida, la mañana que me convirtió en lo que ahora soy, la mañana en la que murió el miedo de mi interior y comenzó el nacimiento de mi indiferencia. Tenía catorce años y derramé un poco de leche en la mesa al desayunar, mi padre puso esa furiosa cara con la que todavía sueño y se sacó el cinturón. Recuerdo que no me inmuté. Por primera vez en mi vida lo miré a los ojos con tranquilidad: «Te conozco, padre, sé que no lo harás». La expresión de odio de su cara fue rápidamente sustituida por una de sorpresa y posteriormente de orgullo. «Lo más curioso de todo esto, hijo, es que eres perfectamente consciente de que solo una de las dos afirmaciones es cierta». Se volvió a colocar el cinto y abandonó la cocina.


Samuel entró en la envejecida casa en la que se había criado. Todo estaba exactamente igual, después de veinte años… Recorrió el pasillo caminando muy despacio, casi de puntillas, tal y como lo hacía cuando vivía allí. Luego se sentó en el sofá. Lo hizo lo más despacio posible, pero aun así levantó una gran nube de polvo. Justo frente a él estaba su padre durmiendo en el sillón. Miró el reloj. Había partido, no iba a tardar en despertarse. Lo miró con cautela. Ahora parecía ser tan frágil… Quien antes fuera uno de los hombres más imponentes del pueblo. Todo termina. Antes de darse cuenta sonó un fuerte despertador que anunciaba claramente el comienzo del partido. El hombre se despertó, pero lejos de sobresaltarse se limitó a mirar al joven que tenía en frente. «Ha pasado mucho tiempo, hijo». «Tardé mucho en decidir lo que quería decirte», contestó al tiempo que metía una temblorosa mano en el bolsillo de su abrigo y sacaba un envejecido revólver. El viejo endureció la mirada. Después de todo lo desmejorado que estaba, seguía induciendo verdadero terror con los ojos. «Te conozco, hijo, sé que no podrás apretar el gatillo». «Lo más curioso de todo esto, padre, es que solo una de las dos afirmaciones es correcta». El viejo sonrió siendo totalmente consciente de que esa noche no vería el partido.



Este relato está incluido en el libro "El mes más largo solo tiene 31 días" https://www.agulleiro.es


Comentarios

  1. Relato digno de ser convertido en guión cinematográfico. Perfecto el aumento del clima de suspense a lo largo del mismo.

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