Peón blanco

 

Mi madre me miró:

—Hijo, ya sé que no me hablo con él y que tú ni siquiera lo has conocido, pero quiero que vayas a ver a mi hermano Raúl y le des esto ―dijo mientras se sacaba un sobre del bolsillo interior de su chaqueta—. Nuestro padre desapareció cuando los dos éramos unos críos y esta es la única foto que hay de él. Mi enfermedad no da tregua, no creo que me queden más de un par de semanas. Quiero que él pueda conservar la foto de su padre.

Asentí con la cabeza, cogí las llaves de mi viejo Volkswagen escarabajo y conduje hasta llegar a su casa, en las afueras de la ciudad. Llamé a la puerta y un hombre con un gran parecido a mi madre me saludó sorprendido.

—¿Sí?

—Tío Raúl, disculpa que me presente así. Mi madre se muere. Me ha pedido que te entregue la única foto que existe de vuestro padre.

Cogió el sobre, pensativo.

—La única foto original.

—¿Cómo?

—Digo que es la única foto original. Recuerdo el día que le entregaron esta foto a tu abuelo. Se la dieron los del periódico local después de escribir un artículo sobre él.

—No lo sabía.

—No, poca gente lo sabe. De todas formas… Te ruego que me esperes aquí un segundo —asentí con la cabeza mientras él entraba de nuevo en su casa. Salió con un peón blanco en la mano—. Dale esto a mi hermana, sé que tiene un viejo ajedrez que fue de nuestra madre al que se le perdió un peón hace años. Dile que este peón lo completa de una forma muy especial. —Lo miré con curiosidad—. Dile que este peón está hecho de hueso de Velociraptor, es único en el mundo —asentí de nuevo mientras él se guardaba la foto en el bolsillo.

Llevé el peón a mi madre.

—Mamá, el tío Raúl me ha dicho que te dé esto —dije sacando el peón del bolsillo.

Lo miró sorprendida.

—¡El peón blanco! ¡Y es el original! Mira, hijo, es de hueso, todo el ajedrez está hecho de huesos de lobo. Tu abuelo lo talló con sus propias manos y se lo regaló a tu abuela por San Valentín.

—En realidad, mamá, es otro. El tío Raúl me contó que era especial porque estaba hecho de hueso de Velociraptor —dije cogiéndolo de su mano para poder examinarlo—. ¿No es increíble? ¿Cómo lo habrá conseguido?

Ella no contestó. La miré y lo supe. Todo había terminado. Después de tantos años, cuando parecía que podía volver a retomar la relación con su hermano en los últimos días de su vida, esta se apagó demasiado pronto para lograrlo. En el entierro estaban todos, incluso el tío Raúl, que me dio un abrazo y me dijo:

 —Tu madre era mi hermana. Durante años fuimos mucho más que hermanos, chico. Ella fue mi mejor amiga.

Lo abracé y lloré en su hombro.

—Ven a verme cuando quieras —prosiguió—; si juegas al ajedrez, tráete el viejo ajedrez de tu abuela, ahora que por fin está completo, y jugaremos alguna partida.

Asentí con la cabeza y así lo hice. Fui a jugar a su casa sintiendo como, aunque los dos jugábamos en silencio, compartíamos el mismo dolor, no necesitábamos hablar. Él tenía la foto que mi madre le regaló sobre su gran piano, que estaba en el centro del salón. Una tarde estábamos jugando al ajedrez y él se levantó a recoger un paquete que le llegaba por mensajería urgente. Yo aproveché para estirar las piernas y cogí la foto para verla más de cerca. En ella se veía a un hombre apuesto y sonriente con un dorsal pegado al pecho y una imponente medalla de oro colgada del cuello. Le estaban entregando una gran placa. Me acerqué la foto a la cara para verla mejor. En la placa ponía: «Gabriel Gutiérrez, el Velociraptor». Antes de poder moverme escuché el fuerte golpe de una pieza sobre el tablero de ajedrez.

—¡Jaque!


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